Llega la Navidad, y con ella debates acerca de su validez, o de la pertinencia o no de celebrarla. Quienes lo hacen arguyen razones de fechas, o incluso del origen pagano de la misma (el solsticio del sol para los romanos). O se enfrascan en asesorar de manera conductista sobre la manera correcta de celebrarla a fin de diferenciarse de lo que llaman “el mundo”.
Están también los que, ajenos a diatribas teológicas sobre la Navidad, la juzgan de ser una celebración hiper consumista y neocapitalista (no nos olvidemos de que el traje rojo de Santa Claus fue un producto de márqueting para promocionar el consumo de la Coca-cola).
Por supuesto hay quienes ven en la Navidad una oportunidad de reunirse en familia, de llamar a los amigos para felicitarles las fiestas, de reír con los compañeros de trabajo en la cena de empresa y hacer un parón del ajetreo laboral. La Navidad se convierte entonces en una oportunidad de reencuentro, aunque breve y temporal.
Sin duda, la Navidad está sujeta a múltiples interpretaciones, fruto de la mirada que depositemos en ella. Así, una mirada “ortodoxa” y temerosa de “la contaminación del mundo”, se perderá en una apologética en post de lo que cierto profeta “dixit”; se focalizará en la letra, pero no en el espíritu. Quienes vean despilfarro en la Navidad, no sin razón, juzgarán todavía a través de los ojos de lo material, limitados por lo contingente. Aquellos que vean en estas fechas una oportunidad para reunirse con los suyos, aprovecharán el momento de manera afectiva, como merece ser vivida la vida.
Pero hay otra lectura más, pues como todo signo, la Navidad es susceptible a más de una lectura. Una lectura que ha tenido a lo largo de los siglos la capacidad de reunir en un solo acontecimiento al pueblo cristiano. En medio de tantas disputas a lo largo de la historia, bien merece una consideración este hecho, el de la unidad. Pero no solo la cristiandad, otras religiones miran con respeto la Navidad, muchas veces con más respeto que aquellos que se dicen cristianos y se dedican a buscar el separatismo constante con otros cristianos.
Es curioso, porque esta narración de diversas interpretaciones y reacciones la encontramos ya en el propio relato de los Evangelios. Esto es, la historia de un nacimiento que suscitó distintas reacciones, algunas positivas, otras negativas (no olvidemos a Herodes y su artimaña por matar al niño de la profecía); que reunió a ortodoxos y heterodoxos (aquellos sabios, forasteros, venidos de Oriente); a personas de mirada espiritual y personas de mirada más contingente, pero todos ellos de buena voluntad. Todos se vieron enfrentados al acontecimiento del nacimiento del Hijo de Dios, todos hicieron sus interpretaciones, ejecutaron distintas maneras de celebrarlo (e incluso de no celebrarlo), todos a su manera reaccionaron.
Pero en medio de aquellas reacciones, el propio relato, por el mero hecho de haberse escrito y convertirse en narración, ya nos compele a mirarlo desde una perspectiva coral, no individual, y se convierte en guiño metatextual para quienes lo recibimos como lectores. Aquellos que a lo largo de los siglos hemos respondido a la invitación de su lectura colectiva, hemos sido capaces de abandonar la mirada individualista -que no permite el regocijo a la que el relato nos invita (ángeles, pastores, sabios, María, José, todos compartiendo el momento de mirar al niño)-, y hemos hecho tradición del mismo, nos hemos significado como pueblo de Dios que mira en la misma dirección. Sí, el relato de Lucas es un relato coral, y su eco resuena en la tradición de los cristianos que se reconocen como comunidad para mirar el acontecimiento de la historia que cambió el mundo.
Seguirán las navidades, y las discusiones variopintas, pero quienes sepamos dónde mirar y en compañía de quiénes hacerlo, encontraremos la fraternidad de aquellos que también miraron y vieron, a lo largo de los siglos, más allá de la contingencia de nuestras banalidades y vanidades, a Dios formando parte de la Historia.